La fragilidad como promesa
Isaías 11:1: “Brotará un retoño del tronco de Jesé.”
Autor: Harold Segura
El Adviento comienza con la imagen sencilla de un tronco cortado (Is.11:1). No hay en ella esplendor, ni grandeza, ni poder. Solo queda el rastro de lo que alguna vez fue un árbol frondoso. En ese pedazo de madera, seco y aparentemente inútil, Isaías descubre un misterio: “brotará un retoño”. La promesa de Dios se anuncia no desde la fuerza, sino desde la fragilidad. Es este el gran y principal mensaje del Adviento: el de la esperanza que brota desde el pesebre de Belén.
Esa es la pedagogía de Dios, la de la grandeza deslumbrante que aparece desde la pequeñez de la fragilidad. La historia bíblica está llena de comienzos que parecen pequeños, frágiles e imposibles. Una zarza ardiendo en el desierto, una piedra en la honda de un pastor, una muchacha de Nazaret o un pesebre. En todos esos escenarios, la fuerza no está en lo visible, sino en la promesa que germina silenciosa.
El tronco de Jesé representa una historia interrumpida. Israel, reducido a su mínima expresión, mira sus ruinas y piensa que el futuro ha terminado. ¡Ya no hay nada qué hacer… y poco qué esperar! Pero, Dios, sin negar la realidad que atraviesa su Pueblo, ve la realidad con otros ojos: en el pedazo roto aún hay vida. En la herida hay semilla. En la pérdida hay comienzo. Lo que el pueblo llama fracaso, Dios lo llama premisa.
El Adviento nos invita, entonces, a mirar así nuestra propia fragilidad. No como derrota, sino como espacio fértil. No como final, sino como tierra donde algo nuevo está por nacer. En la fe cristiana, las promesas más hondas brotan del dolor. El árbol de la cruz, símbolo del fracaso, se convierte en árbol de vida. El Niño que llega, tan indefenso, es la encarnación del poder más grande.
El retoño del tronco de Jesé es también una metáfora del modo en que Dios actúa en la historia: sin ruido, sin imposición y sin espectáculo. Quizás por eso en el Adviento no se nos pide correr ni conquistar, sino esperar. Es tiempo para aguardar con esperanza lo que en el fondo de nuestros corazones seguimos anhelando.
Brotar no es volver al pasado, sino permitir que lo nuevo surja de nuestras cenizas. Es mirar la realidad —personal, familiar, social— y decir: aquí, todavía, puede nacer algo bueno. Dios no rehúye la fragilidad; la habita. Jesús, el retoño de Jesé, brotó de un pueblo oprimido, de una familia sencilla, de una humanidad herida. En su nacimiento se revela que el Reino comienza en los márgenes, no en los palacios.
En la temporada de Adviento reafirmamos la esperanza que desafía el desánimo porque, desde la fe que brota de la esperanza, el futuro no está cancelado. Dios no ha terminado su obra. Y en cada pequeño gesto de ternura, de justicia, de reconciliación, su promesa sigue brotando.
La fragilidad es el lenguaje elegido por Dios para hablar con nosotros. Allí donde el poder humano se agota, la gracia encuentra espacio. Allí donde el mundo ve un tronco seco, Dios ve un jardín en espera.
Para pensar en familia o comunidad
- ¿En qué áreas de mi vida (como persona, familia o sociedad) me siento como un “tronco cortado”? ¿Qué retoño de esperanza podría estar brotando allí?
- ¿Qué promesas de Dios han nacido en mí desde momentos de fragilidad o dolor?
- ¿Cómo puedo acompañar a otros para que descubran que su debilidad puede ser lugar de bendición?
Rito de ternura para encender la esperanza
Sugerencia: coloquen una rama seca sobre la mesa o el altar familiar. A su lado, una vela encendida. Mientras la llama empieza a brillar, alguien dice:
Señor, en nuestras debilidades y en nuestras heridas, tú haces brotar vida nueva.
Enciende en nosotros la esperanza.
Que esta luz sea el anuncio de que tu promesa sigue viva.
Amén.
Luego, en silencio, toquen juntos la rama, como quien acaricia algo frágil pero lleno de promesa. Dejen que la vela arda un momento, recordando que la luz nace siempre del corazón de la noche.
