Educación que… sea una fuerza para el cambio y para la libertad. La opción, por lo tanto, está entre una “educación” para la “domesticación” alienada y una educación para la libertad. “Educación” para el ser humano-objeto o educación para el ser humano-sujeto.

Pablo Freire[1]

 

Antes de empezar, ¿cuál es el tema y cuál mi perspectiva?

Desde estas primeras líneas pongo a disposición de los lectores y lectoras las preguntas que generaron este artículo. La primera, ¿las niñas y niños son por naturaleza malos y pecadores? Si así fuera, la espiritualidad debería orientarse, entonces, a controlar esa naturaleza pecadora y procurar su rendición a la gracia de Cristo (conversión temprana). Pero hay una segunda que es su contraparte, ¿y si fueran buenos y nobles, sin ninguna mancha original? En este caso, la formación espiritual, según afirman, se encauzaría a tratar de ofrecerles recursos para mantenerse buenos, al mismo tiempo que tratar de construir sociedades que permitan el sano desarrollo de esa bondad innata y que eviten corromper la bondad de los más pequeños.

 

¿Qué dicen las teologías bíblicas al respecto? Afirmaré, desde mi perspectiva, que las niñas y niños no nacen, ni buenos, ni malos, sino libres. Y, siendo este un ejercicio de teología bíblica, fundamentaré mi disquisición en los tres primeros capítulos del Génesis. De esta libertad se desprende, entonces, que la formación espiritual es un proceso de acompañamiento, promoción y desarrollo de esa libertad y, con ella, de la responsabilidad y autonomía humanas.

 

Preguntas que nos hacemos todos

Hace unos meses atrás se me hizo la siguiente pregunta: ¿cuál es la mejor manera de cultivar, acompañar y fomentar la espiritualidad de la niñez? Esta pregunta, así planteada, no tiene nada de extraño, sobre todo para quienes hemos estado interesados en estudiar (y en vivir, ya sea, como en mi caso, padre, pastor y profesor) lo que significa la espiritualidad de la niñez. Pero la pregunta vino acompañada de otra, esta sí más compleja: ¿Las niñas y niños nacen con una maldad innata (pecado original o mancha pecadora) o, como dicen algunos filósofos, nacen buenos, nobles y tiernos, pero es la sociedad quien los va corrompiendo?

La segunda pregunta, así tan sencilla como la plantearon, esconde el núcleo mismo de nuestras formas de pensar al ser humano: ¿bueno o malo por naturaleza? Y de la respuesta que demos, se despenden, consciente o inconscientemente, diferentes formas de entender la crianza y, por ende, de cultivar la espiritualidad.

 

Si se dice, como lo ha hecho una extensa tradición cristiana, que nacemos malos y que esa maldad se debe al pecado cometido por la primera pareja en el huerto del Edén (pecado original), pues, entonces, la espiritualidad, en ese caso, se orientará a remediar esa mancha de pecaminosidad, ya sea por medios religiosos, como el sacramento del bautismo en el caso del catolicismo, o la evangelización temprana para que la niña o el niño “acepten a Jesús como Señor y Salvador” (así se cree en la tradición evangélica). En ambos casos, la educación espiritual está orientada a remediar nuestra maldad.

 

La misma conclusión, la de las niñas y niños malos, conlleva a una educación que, en muchos casos, intenta por todos los medios, reprimir la maldad innata, a veces imponiéndole una disciplina prohibitiva, cuando no controladora, de sus malvados instintos y de su pecaminosidad descomedida. Cuántas veces, este tipo de educación se refleja, sobre todo en la educación sexual (y en particular hacia las niñas) como represión y control de sus impulsos inmorales.

 

En el otro extremo están los enfoques humanistas, que ven al ser humano como bueno y, así, sin culpa alguna de algo que otras personas cometieron (Adán y Eva), ni de una naturaleza caída y des-graciada. Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) sintetizaba esta posición con su célebre frase: “el ser humano nace bueno, pero es la sociedad quien lo corrompe”. En su obra, Emilio, Rousseau dice: “Sepa que naturalmente es bueno el hombre, siéntalo en sí, y juzgue de su prójimo por sí mismo; empero vea cómo deprava y pervierte la sociedad a los hombres”.[2] Hay escuelas teológicas que históricamente también opinan algo similar, y hoy, ni qué decir, pululan las escuelas de autoayuda y de pensamiento positivo que hacen gala de la misma posición, aunque con menor rigor argumentativo.

 

Ni malos, ni bueno, sino libres para lo bueno o malo

Sea como sea, la respuesta que yo di en aquella ocasión y que quiero ordenar mejor ahora, es que el ser humano, según el relato del libro de Génesis, no nace bueno, ni malo, sino libre. En esta libertad, en mi opinión y en la de otros teólogos y teólogas, se encuentra nuestra característica esencial. En el segundo relato de la Creación (Gn.2:4b-24), Dios advierte: “Puedes comer del fruto de todos los árboles que hay en el jardín, excepto del árbol del bien y del mal. No comas del fruto de ese árbol, porque el día en que comas de él, tendrás que morir” (2:16-17)[3]. Ya antes, en el primer relato (1:1-2: 4a), se había declarado esa misma libertad cuando se le encargó a la primera pareja humana cuidar de la Creación y de que fueran fecundos y se multiplicaran. Y algo más, que dominaran, o señorearan, sobre las aves del cielo y sobre todo lo demás (1:28, también conocido como el mandato cultural).

Es decir, ni ángeles, ni demonios… sino seres dotados del don de la libertad. Con capacidad para cuidar y para lastimar; para amar y para odiar; para construir la armonía o para destruirla. En fin, para hacer lo que el Creador quiere o para oponerse a su designio amoroso.

 

Tersa Forcades, renombrada teóloga catalana, refiriéndose a los textos del Génesis y siguiendo el pensamiento de Gregorio Nacianceno (329-390 d.C.) y otros de los llamados padres de la Iglesia, afirma: “Dios es libre y puede crear de la nada. El ser humano también es libre y puede rechazar la relación con Dios. Dios abomina este rechazo más, a pesar de todo, lo sostiene por respeto al amor. El amor, esencia de Dios y razón de ser de la vida humana, es imposible de concebir sin la libertad”[4]

Esta conclusión tiene muchos efectos para la formación y el acompañamiento espiritual de las niñas y niños (aunque también de todas las edades), porque, a partir de ella se desprende mi principal afirmación: la formación espiritual es, en otras palabras, educación para la libertad, para convertir ese don en oportunidad, en lugar de lo que la historia humana nos ha mostrado: la libertad para autodestruirnos, deshumanizarnos y destruir lo bueno y bello de la vida. Baste un ejemplo: los horrores del holocausto no son más que los horrores de lo que el ser humano ha hecho con su libertad y no lo que su maldad intrínseca lo ha obligado a ser. Siguiendo con el mismo ejemplo, en los campos de concentración convivió la peor maldad humana, con la más alta bondad de la que también somos capaces: allá convivieron los asesinos de Auschwitz, junto con santos entrañables que sirvieron a las víctimas y entregaron su vida por ellas. En esos campos de concentración se deshumanizaron los violentos y se humanizaron quienes resistieron con amor y esperanza ante tanta crueldad.

 

En el libro de Deuteronomio, resuena el mismo principio de la libertad cuando se dice: “Hoy te propongo que escojas entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal” (Dt.30:15). El psiquiatra vienes, Viktor E. Frankl, sobreviviente del holocausto, solía decir que el ser humano es libre, condicionado, pero no determinado. El contexto lo afecta, pero no lo programa.

 

La espiritualidad como formación para el ejercicio de la libertad

De lo anterior se deduce que la formación espiritual, sobre todo en la niñez, consiste en cultivar, acompañar y fomentar la libertad, lo que implica el ejercicio de una vida responsable, orientada hacia el sentido de vida y a favor de la construcción de un mundo más justo, solidario y de relaciones equitativas. La tarea de las personas que acompañan el desarrollo espiritual de la niñez no es imponer la religión, sino acompañar la sensibilidad espiritual que es esencial y espontánea desde el nacimiento. En esta tarea, quienes seguimos a Jesús y lo declaramos Maestro y Señor de la vida, sabemos que su Espíritu nos acompaña (Mt.28:20). Nos acompaña para que podamos acompañar; nos inspira para que podamos inspirar, y nos ama, como nadie, para que podamos amar. La formación espiritual requiere, sobre todo de eso, amar como hemos sido amados por el buen Dios: “Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos amó primero” (1 Jn. 4:19).

 

Surge, como será obvio, el cuestionamiento de si tanta libertad es posible (de verdad, ¿somos los humanos capaces de escoger?) y, aún más, si dicha libertad no puede degenerar en libertinaje. Otra vez, preguntas válidas y por siempre discutidas, tanto en la teología, la filosofía como en otras disciplinas humanas. En algunas teologías, a las que, en lo personal me atengo, se responde diciendo que somos libres para hacer la voluntad de Dios, siendo esta voluntad el horizonte en el cual el ser humano se realiza en plenitud. Es pleno, en la medida que se reconoce vulnerable y necesitado de sentido, y busca tal plenitud en la voluntad de Dios y en el seguimiento de Jesús. Albert Nolan, teólogo, activista y renombrado escritor sudafricano, lo afirma así: “Para Jesús la libertad no es un fin en sí misma, sino un medio para algo mayor, a saber, el cumplimiento de la voluntad de Dios. No soy llamado a ser perfectamente libre, sino a hacer la voluntad de Dios; pero sólo puedo hacerla efectivamente si trato de ser lo más libre posible”.[5]

 

Así, la formación espiritual de las niñas y niños es un camino hacia la plenitud humana, la que se logra por el cumplimiento de la voluntad de Dios. Niñas y niños libres para amar, servir, reclamar su dignidad, cuidarse y cuidar a los demás (y a lo demás). Libres y plenos, como nos quiere Jesús. Fue él quien dijo: “Conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn.8:32).[6]

 

[1] Paulo Freire, La educación como práctica de la libertad, México, Siglo XXI, 2011, pp.25-26

[2] Juan Jacobo Rousseau, Emilio, México, UNAM, 1975, p.46.

[3] Biblia La Palabra, (versión hispanoamericana), 2010, Madrid, Sociedad Bíblica de España.

[4] Teresa Forcades, Fe y libertad, Barcelona, Herder, 2017, p.21.

[5] Albert Nolan, Jesús hoy. Una espiritualidad de la libertad radical, Santander, Sal Terrae, 2007, p.242.

[6] Sociedad Bíblica de España, La Palabra (Hispanoamérica) (BLPH), La Palabra, Madrid, 2010.